PRÓLOGO DEL LIBRO "PARA MI GLORIA LOS HE CREADO"
Hay cartas que, al leerlas, se van adentrando mansamente y se entrañan, porque no son meras letras impresas, sino palabras vivas que conmueven porque han sido escritas con la propia vida, y provocan una quietud en el corazón que se hace casi sólida, como se hace sólida en el interior la última vibración de una campana que ha estado largo tiempo repicando. Así nos acompañan en nuestro peregrinar estas palabras de D. Eugenio Romero Pose:
«No olvidemos nunca lo que oyeron y creyeron Justino, Ireneo, Hilario y tantos de los nuestros…
Perdóname que tenga la osadía de poner voz alta, desordenadamente, a mi pensamiento. Pero no quiero silenciarlo al filo de tu carta: estoy convencido de que en ese recinto sagrado ha aparecido un destello en el universo siempre nuevo de la Iglesia “que engendró la carne de Cristo” (Orígenes), para que en la carne habitase la salvación, pues “la carne es preciosa para Dios y más gloriosa que todas las restantes criaturas” (Pseudo-Justino). Una luminaria, un nuevo Génesis, que recibe su Luz del Creador y sus reflejos de una multitud, durante muchos años escondida, de testigos que no temieron la novedad del Hijo nacido de santa María, la novedad visible a los ojos de la carne, avivados por el Espíritu Santo, a Dios en carne, y a ésta traspasada por la Gloria, con el perfume de inmortalidad.
Con la Luz, con Él, estáis escribiendo un capítulo de la espiritualidad que tendréis que redactar con la limpia tinta de los que os han abierto sus corazones para mostrarnos la belleza y la grandeza de la Palabra, de Cristo. La Palabra que llegó por los Padres y de la que escribió nuestro Ireneo: “Y no es que el Salvador nos mandara que le siguiéramos porque tuviera necesidad de nuestro ministerio, sino para comunicarnos a nosotros la salvación. Pues seguir al Salvador es participar de la salvación, igual que seguir a la luz es participar de la luz”.
Años antes el autor de la Epístola de Bernabé dejó para nosotros lo siguiente: “El camino de la luz es éste […]. Ahora bien, el conocimiento que se nos ha dado para caminar en él es éste: amarás al que te creó, temerás al que te plasmó, glorificarás al que te liberó de la muerte”. Sí, los que han engendrado con su testimonio a la Iglesia santa de Dios, la que ha nacido de la encarnación desinteresada, la Comunidad que viene y vive de la gratuidad para proclamar la Gracia, es decir, que los únicos beneficiados son las criaturas de barro: “Es Él quien comunica a los que lo siguen y lo sirven la vida y la incorruptela y la vida eterna, beneficiando a los que lo sirven a causa de su servicio y a los que lo siguen a causa de su seguimiento, pero sin recibir Él beneficio alguno de ellos” (San Ireneo).
Los que, a siglos de distancia, nos han legado la herencia que no se marchita, la dote de Dios. Por eso, Hermana Verónica, da gracias a Dios por el alimento que hace crecer y en el que encuentras ya maduros y dorados los frutos en el huerto de la Iglesia. La Gran Tradición, la que tan providencialmente guarda la Iglesia en san Ireneo, sorprende cuanto más se recibe en gratuidad y obediencia. Mira con sus ojos, los de los Santos Padres, para que, confundiéndose vuestros ojos con los de aquellos testigos, podáis contemplar un horizonte inimaginable, inesperado, increíble. Un Padre hispánico, de la tierra de nuestro querido Juan José Ayán, nos dejó escrito: “El conocimiento de Dios es la vida eterna y su grandeza es inefable; y sólo se le estima justamente cuando se dice que es inestimable” (Gregorio de Elvira). Que vuestra mirada sea la de los que le han mirado y exultado.
No los abandones porque son los mejores amigos, que nada se reservan y todo lo entregan a quien se entrega. Nos vencerán si nos dejamos vencer por ellos. Volver sobre ellos una y otra vez es uno de los mejores modos de sentirnos pobres, menesterosos y, al mismo tiempo, agraciados. El beber en el pozo de los Padres es la más preciada de las bendiciones para llegar a contemplar dónde brota el manantial de Dios, con la frescura de la Palabra que sacia hasta rebosar el corazón de la criatura.
Si me permitís –no es consejo, más bien es exceso de confianza– no abandonéis el aprecio por los Padres de la Iglesia; más aún, amadlos y dejaros amar por ellos. No tengáis prisa; ellos serán los que marquen el ritmo de vuestra vida y comprobaréis cómo se os harán tan cercanos y familiares hasta el punto de pensar que os han estado esperando desde siempre.
Hay una invitación a sentarse para aligerar el peso y para escuchar a los que nos siguen hablando desde el principio, los más nuestros por ser los primeros, los que conocieron a los que vivieron con el Señor… Nuestros amigos de los primeros tiempos te quieren enseñar lo que con tanta belleza expresó Hipólito, un seguidor de nuestro gran san Ireneo: “Como el Padre quiere ser creído, creámoslo; como quiere que el Hijo sea glorificado, glorifiquémoslo; como quiere que el Espíritu Santo sea donado, acojámoslo”. El dejarse llevar de la mano de los Padres es la gran oportunidad de espontáneamente, con sencillez, creer, glorificar y acoger. ¿Se nos puede prometer más?
Lo importante –yo lo aprendí de mi padre Orbe– es que con el amor a Jesucristo se sabe amar.
Abuso de las palabras de los Padres, pues ningún otro tesoro tengo que la riqueza insondable que nos transmitieron. Nada quiero más que lo que encuentro, y lo que quisiera dar es lo que recibo, de un modo absolutamente gratuito y con una generosidad sin medida, en la santa Iglesia católica “difundida por toda la tierra”».
(De una carta de D. Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid, 26 de febrero de 2006)
Pocos días después de recibir esta carta de amor a Cristo, a la Iglesia y a los Padres de la Iglesia, D. Eugenio me acogió unas horas en su casa. Fue una conversación larga y honda que ha quedado grabada en mí. Lo primero que me dijo fue: «Cuánto te agradezco que me hayas enviado los Ejercicios espirituales que nuestro buen amigo Juan José Ayán impartió a vuestra comunidad en el año 2000, no sabes cuánto he gozado; los he leído y releído, y han traído un nuevo gozo a mi fe. Ahora tenemos que conseguir que nos deje publicarlos tal cual nacieron para vosotras; son un tesoro del que tantos deseamos y necesitamos beber… Ya sé que no es tarea fácil lo que pretendemos, te dirá que “para ser publicados tendría que trabajarlos mucho más, retocarlos, etc.”, pero tú inténtalo, dile que yo te lo he pedido». Qué bien conocía D. Eugenio a Juan José Ayán. Su respuesta fue tal cual él había intuido: «Los Ejercicios no pueden publicarse así, porque están trabajados para ser impartidos de palabra; creo que no vale la pena publicarlos». Le transmití esta negativa a D. Eugenio y me dijo: «No nos rindamos, sigamos rezando e insistiendo, y seguro que cederá».
Durante años las hermanas hemos leído, orado y compartido los Ejercicios. Coincidíamos en que, desde la primera conferencia, sus palabras, que engarzaban de forma extraordinaria Escritura y Tradición, resonaban claras, vibrantes, hondas, vivas y gozosas en todas nosotras. Nos mirábamos sorprendidas por tener delante a alguien que hacía arder nuestro corazón, que explicaba y abría suavemente ante nosotras un horizonte de vida tan rico y fecundo que prometía dar respuesta a nuestra sed más profunda.
Se despertaba cada día más el deseo de seguir a Cristo Esposo hasta el fin y de vivir en comunión estrecha con los discípulos de los Padres de la Iglesia.
Tampoco podíamos acallar el deseo de que otros muchos pudiesen participar de este bien que nosotras habíamos recibido. Y así aparecían nombres y nombres en nuestro corazón: «Si pudiesen escuchar estas palabras, si pudiesen leer estos Ejercicios…».
Por fin están aquí los Ejercicios publicados, que hoy queremos compartir con todos vosotros, para dar gracias juntos por el don incomparable de ser cristianos y de ser introducidos en el misterio de Jesucristo, nuestro inseparable vivir. Nosotras, en comunión, somos testigos de un don, conscientes de que nos encontramos ante una teología que se recibe y acoge con el corazón arrodillado: “Sólo quien duerme sobre las palabras del Evangelio arranca sus tesoros” (P. Orbe).
Madre Verónica